martes, 18 de septiembre de 2007


Anoche, cuando llegué a casa de trabajar, tuve una de esas pequeñas alegrías que dan sentido a la vida.

La primera vez que estuve en Uruguay me enamoré de un arbusto de gardenias que tenía una vecina en su parcela. Esa flor blanca, grande y fragante que yo no había visto nunca me pareció la flor más bella del mundo.

Así que cuando mi marido estuvo en julio de vuelta a Uruguay, le dije que me trajera un esqueje de gardenia para plantarlo en nuestra mini terraza. Trajo 2, metidos en botellas de plástico. Dice que el señor que se las vendió se reía, preguntando si en España no teníamos gardenias. "Mi mujer dice que las de aquí huelen mejor", le respondió mi costilla.

Y ayer noche una de mis gardenias había florecido. Es una sola flor pero huele al recuerdo de mis días felices pasados allí, al verano, a las lecturas en mi cuarto con una gardenia en un vaso perfumando toda la habitación.

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